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En este número 100 del Communiqué de ETC actualizamos Oligopolio S.A. – la serie en la que hacemos un seguimiento de la concentración del poder corporativo en las industrias de la vida. También analizamos los intentos de las últimas tres décadas del agronegocio por monopolizar el 24 por ciento de la naturaleza que ha sido mercantilizada, y denunciamos una nueva estrategia que procura captar las tres cuartas partes restantes que, hasta ahora, han permanecido fuera de la economía de mercado.
Hace treinta años la humanidad tenía un problema, la ciencia tenía una fascinación, y la industria tenía una oportunidad. Nuestro problema era la injusticia. Las masas de hambrientos crecían y al mismo tiempo la cantidad de campesinos y agricultores menguaban. La ciencia mientras tanto, estaba fascinada por la biotecnología –la idea de que podríamos manipular genéticamente los cultivos y el ganado (y la gente) para insertarle características que supuestamente superarían todos nuestros problemas. La industria de los agronegocios vio la oportunidad de extraer las enormes ganancias latentes en toda la cadena alimentaria. Pero el sistema alimentario tremendamente descentralizado les impedía llenarse los bolsillos. Para remediar esta enojosa situación había que centralizarlo. Todo lo que la industria tuvo que hacer fue convencer a los gobiernos de que la revolución genética de la biotecnología podía poner fin al hambre sin hacer daño al ambiente. Pero, dijeron, la biotecnología era una actividad con demasiado riesgo para pequeñas empresas y demasiado cara para investigadores públicos. Para llevar esta tecnología al mundo, los fitomejoradores públicos tendrían que dejar de competir con los fitomejoradores privados. Los reguladores tendrían que mirar para otro lado cuando las empresas de agroquímicos compraran compañías de semillas que, a su vez, compraron otras compañías de semillas. Los gobiernos tendrían que proteger las inversiones de las industrias otorgándoles patentes, primero sobre las plantas y luego sobre los genes. Las reglamentaciones de inocuidad para proteger a los consumidores, ganadas arduamente en el transcurso de un siglo, tendrían que rendirse ante los alimentos y medicamentos modificados genéticamente.
La industria obtuvo lo que quiso. De las miles de compañías de semillas e instituciones públicas de mejoramiento de cultivos que existían treinta años atrás, ahora solo quedan diez transnacionales que controlan más de dos tercios de las ventas mundiales de semillas que están bajo propiedad intelectual. De las docenas de compañías de plaguicidas que existían hace treinta años, diez controlan ahora casi el 90% de las ventas de agroquímicos en todo el mundo. De casi mil empresas biotecnológicas emergentes hace 15 años, diez tienen ahora los tres cuartos de los ingresos de esa industria. Y seis de los líderes de las semillas son también seis de los líderes de los plaguicidas y la biotecnología. En los últimos treinta años, un puñado de compañías ganaron el control de una cuarta parte de la biomasa anual del planeta (cultivos, ganado, pesca, etc.) que fue integrada a la economía del mercado mundial.
Actualmente, la humanidad tiene un problema, la ciencia tiene una fascinación y la industria tiene una oportunidad. Nuestro problema es el hambre y la injusticia en un mundo de caos climático. La ciencia tiene fascinación con la convergencia a escala nanométrica –incluyendo la posibilidad de diseñar nuevas formas de vida desde cero. La oportunidad de la industria radica en las tres cuartas partes de la biomasa del mundo que aunque se usa, permanece fuera de la economía de mercado global. Con la ayuda de nuevas tecnologías, la industria considera que cualquier producto químico fabricado a partir del carbono de combustibles fósiles puede hacerse a partir del carbono encontrado en las plantas. Además de cultivos, las algas de los océanos, los árboles de la Amazonía y el pasto de las sabanas pueden ofrecer materias primas (supuestamente) renovables para alimentar a la gente, hacer combustibles, fabricar aparatos y curar enfermedades, a la vez que eludir el calentamiento global. Para que la industria haga realidad esta visión, los gobiernos deben aceptar que esta tecnología es demasiado cara. Convencer a los competidores de que corren demasiado riesgo. Hay que desmantelar más reglamentos y aprobar más patentes monopólicas.
Y, así como ocurrió con la biotecnología, las nuevas tecnologías no tienen por qué ser socialmente útiles o técnicamente superiores (es decir, no tienen por qué funcionar) para ser rentables. Todo lo que tienen que hacer es eludir la competencia y coaccionar a los gobiernos a que se rindan a su control. Una vez que el mercado está monopolizado, poco importa cuáles son los resultados de la tecnología.
Fuente: El poder corporativo y la frontera final en la mercantilización de la vida
¿De quién es la naturaleza?
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